Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

jueves, 11 de diciembre de 2014

La bola


Novena estampa mongólica


La bola de hierro se balanceaba cogiendo impulso. Viéndola colgada del brazo de la grúa, más arriba de los árboles, entendí bien a Nereyda cuando se rio la otra tardecita y dijo «¡Pareces una grúa Kato!» El balanceo dio tiempo a que tío Eusebio se fumara medio cigarro Vegueros, y cuando por fin el brazo de la grúa lanzó la bola contra el edificio, todos en el parque estábamos esperando el acabose... Y no pasó casi nada. Un golpe hueco y un suspirito de polvo que ni competir podía con el humo que tío Eusebio soltó por la boca al comentar «Menos mal que el edificio se estaba cayendo, porque si no…»

Lo dijo bajito, mientras botaba la colilla en el cantero del parque, y si en ese momento Armandito-cara-de-coco vino hasta el banco donde estábamos sentados, debió de ser porque quería enseñarnos aquel mismo edificio que alumbraban los reflectores, pero con puertas y ventanas y carros parqueados enfrente y gente conversando en la acera y ninguna bola balanceándose para tumbarlo. En el hotel de la foto estaba todavía el nombre escrito con letras blancas, y al lado el cine anunciaba un montón de películas, todas con letras negras. «Me acuerdo de ese día», dijo tío Eusebio. «Hicimos tremenda cola para ver Lo que el viento se llevó y yo me dormí nada más empezar la película. Cuando desperté, la gente en el cine lloraba más que el carajo, hasta el padre de este».

Esa noche en el parque no hacía viento y el polvo que soltaba el edificio con cada golpe de la bola atravesaba la luz de los reflectores convertido en gusanitos; eran tantos, que si los miraba fijo hasta poner los ojos bizcos se volvían millones de pececitos oscuros nadando entre dos bolas de hierro que se balanceaban, y encima, dos lunas también redondas, aunque fijas. «Estamos jodidos», dijo Armandito-cara-de-coco, «ya nada es como antes». Y tenía razón. Los cambios llegaban de momento y lo dejaban a uno viendo musarañas. Antes mamita decía que el tío Eusebio era un tarambana, y de pronto podía salir con él hasta de noche. Antes nadie en la familia quería oír hablar de Nereyda, y de pronto papito me mandaba a su casa para ayudarla por las tardecitas. Antes los muchachos andaban siempre por el barrio, y de pronto se habían desperdigado, igualito que si una bola como aquella le hubiera dado un janazo al grupo.

«Los americanos caminan por la luna y nosotros aquí, comiendo polvo», gritó alguien mientras la bola todavía cimbraba por el golpe al lado de la fachada, y con el grito se me enderezaron los ojos. Fue una pena porque con la mirada bizca ya empezaba a ver la luna como si fuera otra bola balanceándose, mientras que en el parque no pasaba nada interesante. La gente seguía mirando hacia arriba sin hablar, la espalda de Armandito-cara-de-coco se alejaba hacia la esquina de La Creación, y los policías caminaban entre los grupos como si ya no tuvieran ganas de prestarle atención a la bola. Iba a comentarle a tío Eusebio que si aquel golpe contra el edificio lo hubiera dado la luna y no la bola, a quienes estuvieran caminando por allá arriba no iba a gustarles mucho, pero en ese momento él dijo «Creo que mejor nos largamos de aquí», y recogió la caja de Vegueros que tenía encima del banco.

«¿Te tragaste la lengua?», preguntó el tío cuando íbamos doblando en la calle Saco, y le respondí que me estaba acordando de la película Trapecio y del día que papito me llevó a verla. «¡Lindas las tetas de la tipa que salía en esa película!», comentó él sin que pudiera enterarse de la coincidencia. Por tarambana que tío Eusebio fuera, no le iba a decir que la bola me recordaba las nalgas de Nereyda.

Ilustración: Foto de autor desconocido, tomada presumiblemente en los primeros años cincuenta. Debo al periodista bayamés Armando Yero haber entrado en contacto con ella.

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domingo, 7 de diciembre de 2014

La presentación de El arma secreta en fotos


Centro Cultural Español, Miami, 5 de diciembre de 2014
7:00 p.m.


El arma secreta mereció el Premio Nacional de Cuento 2013 en la República Dominicana debido (según palabras del jurado) "a la asombrosa profundidad narrativa que su autor desarrolla en los nueve relatos del libro, en la cual reivindica el arte y la maestría de narrar, a partir de una profunda observación de los desconciertos que la postmodernidad introduce en los países del tercer mundo."

Joaquín Badajoz presenta El arma secreta. Foto de Maurice Sparks









El autor habla sobre la concepción de su obra. Foto de Maurice Sparks









Público y autor. Foto de Limay González
Leyendo fragmentos de la obra. Foto de Maurice Sparks

Hora de responder preguntas. Foto de Maurice Sparks








Al final, algunos de los amigos participantes. Foto de Ena LaPitu Columbié

Y hay libros firmados. Foto de Maurice Sparks
Más público, ahora mixto. Foto: Germán Guerra
El presentador

Joaquín Badajoz: Es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua, de la American Comparative Literature Association y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese. Su último libro publicado es Passar Páxaros (2014).

"Estos relatos son exponentes del notable oficio del autor, de su formidable capacidad de imaginación para la exposición realmente original de una historia afianzada en la intensidad y la tensión, más en la primera que en la segunda." (Félix Luis Viera: "El arma secreta, de José M. Fernández Pequeño")

Para solicitar el libro en Amazon, haga clic en la imagen de la portada:

martes, 11 de noviembre de 2014

La lengua del desconcierto



Lo primero que constaté al llegar a la República Dominicana en marzo de 1998 fue que los dominicanos hablaban cantando. Tiempo después, mi segunda conclusión ya resultó un poco más trabajosa, aunque igual de contundente: contrario a lo que suele afirmarse, entre la cultura cubana y la dominicana existen diferencias inmensas… comenzando por las palabras y sus sentidos.

En el relato “A. M.”, primer premio en el Concurso Iberoamericano de Cuento convocado por Casa de Teatro en 2001, hay constancia de lo decisivas que pueden llegar a ser las palabras. Allí, un cubano recién llegado consigue trabajo vendiendo folletos de medicina naturista en las guaguas públicas de Santo Domingo… donde no tarda en tropezar con el desacomodo de las palabras: «[…] aprendí que la papaya había cubierto la putería de su masa con el casto título de lechosa; la noble malanga ganaba punta y terminaba en yautía; la pimienta dulce, tan de mi gusto mosquita muerta, prefirió la vulgaridad de ser malagueta; la guitarrera naranja había tomado la contraseña exótica de china, tan falta de imaginación que ni siquiera llegaba al juguetón chinola; el boniato, dulce y buena gente hasta en sonido, ganó en batata arrogancia musical... y así, con la marcha de los días, fui cruzando un puente de palabras […]».

Era la lengua del desconcierto. Cuando en 2007 el relato ya había sido publicado por la editorial Norma como parte del libro Tres, eran tres, hacía un par de años que venía lidiando yo con la pregunta: ¿Y qué viene ahora? La respuesta era siempre la misma: el más denso y anonadante desconcierto. Desde 2005 y hasta 2012 escribí decenas de bosquejos de cuentos que eran solo impulsos, voces que yo echaba sobre el papel sin saber adónde conducían. Mostraban un solo y doloroso elemento en común: vivían en el puro presente, sin vocación para contar el pasado.

No era solo un asunto de palabras, claro, sino de mecanismos culturales para dialogar con la realidad. Todo lenguaje es una manera singular de entender, subjetivar y recrear la vida. Enfrentarse a una nueva perspectiva para nombrar las cosas, impone la desagradable constatación de que el mundo no es exactamente como creíamos, y esa realidad hasta entonces oculta trastorna nuestros anteriores criterios, valores y seguridades. Aquellas narraciones deshilvanadas eran los agentes de un conflictivo proceso de hibridación; intentaban una búsqueda en el nuevo medio dentro del cual me desenvolvía; tanteaban posibilidades de fusión y mezcla que permitieran fecundar la lengua del desconcierto.

Debieron ser muchos los elementos que participaban en ese proceso. Tengo absoluta conciencia de tres.

Primero, los estudiantes universitarios a quienes dizque yo debía enseñar el español “correcto”, mientras con ellos iba aprendiendo a paladear la lengua de las calles dominicanas, esa que no precisa autorización de las academias para apropiarse de cuanto le dé la gana y engarzar una comunicación tantas veces deslumbrante.

Segundo, un arte contemporáneo en el que artistas y curadores dominicanos mezclaban con total soltura y falta de prejuicio una infinidad de soportes y códigos disímiles, a veces contradictorios, para adelantar procesos colectivos de resignificación que buscaban cuestionar la mirada del otro, retarlo a que abandonara la cómoda posición del espectador.

Tercero, los artistas populares que, a través de un consistente bombardeo creativo, me permitieron descubrir el elemento clave en la vida del dominicano: lo insólito, ese núcleo en torno al cual se define la realidad social del país: desde el transporte público hasta la política; desde las rutinas para el amor hasta las maneras de crear o divertirse.

Y con la conciencia de lo insólito, las narraciones que tan distantes habían parecido entre sí encontraron un punto de reconocimiento. En todas, algo inesperado obliga a una lectura diferente y sorpresiva de la realidad. Aquí, un pájaro azul camina por las paredes de una habitación familiar. Allí, un quieto poblado campesino ve nacer un cíclope. Más allá, un misterioso ronquido cambia la vida de los habitantes en un barrio capitaleño. Todavía después, alguien amenazado por una enfermedad mortal cree poder escuchar el peculiar sonido interior de las cosas y de los seres vivos… en fin, las nueve narraciones que forman El arma secreta se convirtieron, al menos para su autor, en un gozoso entrecruzarse de códigos que ya no eran cubanos ni dominicanos, sino un lenguaje distinto, y por eso mismo capaz de abordar las más exigentes dimensiones expresivas.

La lengua del desconcierto se disipaba y nos hacía dueños de una revelación: los verdaderos tesoros podían no estar allá lejos, donde nuestro arrojo supuso que debía conquistarlos, sino ahí al ladito mismo, en nuestra más palmaria cotidianidad. Y ya que de cotidianidad hablamos, termino con una anécdota.

Hace tres semanas, casi diecisiete años después de aquel marzo de 1998 en que llegué a la República Dominicana, fui a un The Home Depot en Miami. Buscaba unos tornillos con sus respectivas arandelas y quedé anonadado frente a aquellos estantes inmensos, preguntándome cómo era posible que existiera tan bárbara cantidad de tornillos diferentes. Por fin un empleado se apiadó de mi pasmo y me preguntó qué deseaba. Por el cantaíto al hablar, identifiqué que había tropezado con un coterráneo cubano.

El hombre no solo puso en mis manos lo que buscaba, sino que también me fue develando con experta satisfacción el alma intrincada de los tornillos. Los había de carácter punzante o de personalidad roma; algunos tenían cuerpos dignos de fisiculturistas y otros eran de apariencia débil aunque con una terrible tenacidad para el agarre... Al final, el empleado me preguntó afirmando:

–Usted es dominicano, ¿verdad?

–¿Y cómo lo supo? –pregunté yo a mi vez.

Él sonrió con esa suficiencia de la que solo un cubano es capaz y respondió:

–Porque habla cantando. ¿Y de qué parte de Dominicana viene?

Y entonces, habiendo llegado mi turno, le dije:

–De Cuba. Soy dominicano de Cuba.

Él siguió mirándome en silencio, quizás preguntándose si tanta exposición sobre las entrañas fenomenológicas de los tornillos me habría vuelto loco. Pero no quise explicarle. De seguro lo habría confundido más si le hacía saber lo orgulloso que me había hecho sentir su pregunta. Y no precisamente por los tornillos.

Ilustración: Hojas y ojos, de Mario Grullón. Óleo sobre tela, 75.6 x 153.2 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.


La presente entrada es un resumen muy apretado de la conferencia "El escritor híbrido y la lengua del desconcierto", leída el 6 de septiembre de 2014 en la tertulia Letras de la Academia, actividad que organiza la escritora Ofelia Berrido para la Academia Dominicana de la Lengua. Si desea leer la conferencia completa, puede hacer clic aquí.

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Miami, diciembre 5 de 2014


martes, 14 de octubre de 2014

La letra


Octava estampa mongólica


Los profesores nos esperaban en la entrada de la escuela para llevarnos directo a las aulas del segundo piso. Aunque no nos dejaron sentar en los lugares de siempre, igual la palabra cartel se filtró flotando entre las filas, sin necesidad de una boca que la pronunciara. Me acuerdo que fue un jueves.

Militares, nada más había dos. Entraron al aula detrás de la Directora y el profe Casimiro, recogieron nuestras maletas, y se las llevaron en el carrito que servía para cargar los libros de la biblioteca. Hasta ahí todo era respirar cada quien por su lado, pero entonces trajeron a Luisito y el Kinka, que habían dejado de ir a clases hacía meses. El bedel los sentó en el fondo del aula, bien separados, y le dio una hoja de papel a cada uno para que escribieran lo que él dictaba. «Es para comparar la letra», susurró Manzanillo a mi izquierda, y el profe Casimiro voceó desde el fondo «¡A callar, gallinas!» Fue ahí que el susto picó.

Casi enseguida empezaron a intercambiarnos, a llevarse a unos para traer a otros de grados distintos; más chiquitos pero más grandes también. El primero en irse fue Manzanillo, y su espalda saliendo del aula me sacó un latido en la garganta. Busqué por la ventana algo que sirviera para mirarlo fijo, como decía el abuelo que debe hacerse cuando uno se siente nervioso. Veneno estaba parado en el balcón de su casita, parecía un aura tiñosa cogiendo sol, lo que era bien raro porque él nunca se asomaba de día, así que mejor traje los ojos otra vez para dentro del aula.

En el extremo derecho habían sentado a Reinier. Verlo mirarse las palmas de las manos con la atención de quien está leyendo algo interesante cantidad, me tranquilizó. Una noche Alexis se salió con que debía de ser bacán estudiar en una escuela que se llamaba igual que tú. Fue cuando todavía los muchachos se reunían en el portal de Felito después de Nocturno, y ahí mismo arrancó la discusión. «¿Serás sansibérico?», saltó Luisito, «¿tú no ves que los profesores andan siempre pendientes de si el hijo del mártir da el ejemplo en todo?» «Caballo, ¿te gustaría tener que encaramarte en la tarima cada vez que hay un acto político en la escuela?», le preguntó el Kinka. Y viendo a Reinier mirarse las palmas de las manos en el otro extremo del aula, volví a pensar que yo tampoco estaría muy contento si una foto en la entrada de la escuela me recordara todos los días a mi papito muerto.

En ese momento la Directora entró al aula con una libreta abierta y se plantó delante del chino. «Casalí, ¿sus padres saben que usted pierde el tiempo haciendo esto en la escuela?», le preguntó mientras nos enseñaba el dibujo de cuatro tipos peludos que cruzaban por la cebra de una calle. «Acompáñeme a la Dirección». Un poco después volvió a aparecer la Directora en la puerta, aunque esa vez no entró. Llevaba en la mano un reloj grueso y redondo colgando de un cordón. «Joseíto, venga a explicarnos qué hace este cronómetro en su maleta». Y la cara que puso Joseíto-el-tejón-rabú me recordó el disfraz de Llanero Solitario que Pepín le había dibujado a José Martí en mi libro de Historia. Cuando al ratico el bedel asomó la cabeza en el aula, las piernas me temblaban tanto que necesitó darme la orden como tres veces para que yo ocupara mi lugar en la fila.

Los estudiantes casi no cabían en la biblioteca y la Directora nos miraba de lo más sonreída. Felicitó a todos por la disciplina con que habíamos realizado el simulacro y dijo que debíamos sentirnos orgullosos de que nuestro plantel estuviera listo para repeler cualquier agresión del enemigo. Dio las gracias a los dos compañeros del Ministerio por su apoyo e informó que a partir de ese momento comenzarían los trabajos para remozar la pintura en la primera planta, de modo que no habría clases hasta el lunes. El «Afuera pueden recoger sus maletas» casi ni se escuchó por el escándalo de los muchachos, y tampoco estoy seguro de si alguien en el molote preguntó «¿Y el cartel entonces?»

Así, la noticia del lunes no fue que los talleres y laboratorios tuvieran una peste insoportable a pintura fresca, eso ya se esperaba, sino que a Reinier le habían dado una beca para continuar los estudios en La Habana. «Por su ejemplar trayectoria», explicó la Directora en el matutino. No me sorprendió. Siempre me había parecido que todo aquel silencio de Reinier era por tristeza. Por tener que ir a una escuela que todos los días le recordaba la muerte de su papito, no importa que hubiera sido luchando por la patria.

Ilustración: Adagio, en dedicación a Armando Villamil (2000), de Natalio Puras Penzo (APECO). Fotografía experimental, Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.

Natalio Puras Penzo (APECO) (1933-2010) es uno de los grandes fotógrafos dominicanos. Ha dejado una obra capital, sobre todo en géneros como el retrato y el autorretrato. Fue uno de los pioneros en República Dominicana del performance y la fotografía experimental.

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sábado, 30 de agosto de 2014

Actividades en la República Dominicana


Centro León, Santiago de los Caballeros:






Editorial Santuario, Santo Domingo:



Academia Dominicana de la Lengua, Santo Domingo:





viernes, 22 de agosto de 2014

Veneno


Séptima estampa mongólica


Mientras más muchachos salían de la escuela a gritar «¡Veneno, chivatón, esbirro!», más piedras tiraba el viejo. Cuando por fin estuvo cercado en el medio de la calle, sin posibilidades de llegar hasta algún portal, Veneno lanzó su último pedazo de ladrillo hacia cualquier parte, que vino a ser la esquina de la cafetería por donde Triplefeo asomaba la cabeza. Le rajó el labio de abajo casi hasta la quijá, y según contó el Guille, por la herida se le salía una lengua larga y prieta que me imaginé en seguida igual a la correa de asentar las navajas del abuelo. «Si nunca han podido ganarle la elección del hombre más feo en los carnavales, imagínense ahora», comentó papito con razón.

Fue un primer día de curso diferente. El director Santiso nos tuvo formados al resistero del sol el resto de la mañana, y esa misma noche Alexis se apareció en el portal de Felito con la noticia de que no habíamos visto a Chiqui en los últimos días porque estaba matriculado en la escuela militar. Ahí mismitico se acabó la bronca; a ninguno de los muchachos le quedaron ganas de seguir discutiendo quién había llegado más cerca de Veneno durante el combate de la mañana. Empezaron a mirarse como si las palabras se hubieran puesto escasas; menos Kinka, que dijo «Es raro que lo tuviera tan escondido, ¿no?»

La cosa es que las reuniones en el portal de Felito empezaron a aburrirse. Los muchachos ya no querían contar sus expediciones por los frutales de El Almirante y tampoco volvieron a enseñar los jabones, las patas de rana, y otro montón de cosas chulas que sacaban de las casas del Nuevo Bayamo cuando eran clausuradas porque sus dueños se iban del país. Fue una suerte que la casita de Veneno diera frente con frente a la ventana del aula y yo pudiera entretenerme por las mañanas vigilando sus movimientos para luego, por las noches, anotarlos en una libreta.

Al principio no resultó muy emocionante. El esbirro estaba casi todo el tiempo encerrado y con las luces apagadas; si acaso, alguna vez abría un poquito las persianas despintadas para comprobar que los muchachos no lo estuvieran cazando desde el techo de la escuela y salir un momento al balconcito o bajar hasta la cafetería. Pero una noche, comparando las anotaciones que había hecho en la libreta, encontré el misterio. Todos los viernes, siempre después que habíamos vuelto del recreo, un hombrecito flaco y con sombrero de yarey subía y le entregaba una caja de cartón medianita a Veneno. ¡Ja!, Perry Mason era un penco al lado mío, eso pensé más contento que el carajo.

Por la noche corrí a compartir mi descubrimiento con los muchachos y encontré que Chiqui también estaba en el portal de Felito. Parecía otro, flaco, pelado al rape y con el pellejo prieto por el sol. No paró de enseñarnos las llaves que había aprendido en las clases de defensa personal ni de hablar sobre las armas que iba a usar en las prácticas de tiro después que volviera del pase. Y mientras daba brincos parecidos a los de Toshiro Mifune, se me iba haciendo como más alto y más viejo… más desconocido… digo yo, porque también pudieron ser boberías mías.

Me quedé sin revelar el descubrimiento, ni esa noche ni en los días siguientes. Los muchachos no aparecieron más por el portal de Felito y en la escuela andaban sin ganas de hablar. Pepín y Alexis me hicieron el caso del perro cuando quise contarles. Estaban molestos de verdad. Alexis porque su mamá había invitado a almorzar dos días seguidos a Chiqui y Pepín porque ya no aguantaba más la pejiguera de sus tíos diciéndole que dejara de perder el tiempo intercambiando muñequitos prohibidos de Tarzán y cogiera fundamento. Con Luisito fue peor. Me apuntó con un dedo a la cabeza y dijo «Tú ten cuidado con lo que hablas, mongo; aquí Triplefeo no es el único que tiene la lengua larga».

Así andaban las cosas cuando llegamos a la noche de la guardia en la escuela. Acabábamos de hacer el recorrido de las once y entramos a la dirección. Primero el Guille, después yo, y al final el director Santiso, que se quitó el cinto con la pistola, lo puso encima de la primera mesa y siguió hasta su escritorio para hacer anotaciones en el libro de incidencias. Yo me entretuve viendo los lomos de los libros de Julio Verne, todos amarillos y apilados desde el piso hasta el techo en el librero del fondo. Cuando di la vuelta para preguntarle al Guille qué era una esfinge, me encontré que Veneno estaba dentro de la oficina, de pie al lado de la primera mesa, y al director Santiso que lo miraba lelo, con la mano del bolígrafo suspendida en el aire, igualito que si un fantasma lo hubiera hipnotizado.

Alguien que fue un esbirro torturador cuando la dictadura debía de tener alguna seña malvada, pensé yo, de ningún modo podía ser aquel viejo con la cara llena de baches y las piernas gambadas mirándonos como si estar al lado de una pistola no importara nada, y que todavía le sobrara razón para comentar de lo más normal «No hay quien duerma esta noche con el calor, ¿eh?» Cuanto más tranquilo se veía Veneno allí de pie, más peligroso me parecía, eso era seguro, y en ese momento yo solo atiné a parpadear en cámara lenta. 

Durante el tiempo larguísimo que duró ese cerrar y abrir los ojos, todo alrededor fue una neblina blanca y tan espesa que a Chiqui le costaba tremendo esfuerzo avanzar cargando la caja de cartón medianita donde llevaba enrollada la lengua de Triplefeo, y cuando por fin abrí los ojos otra vez, vi la espalda de Veneno que iba saliendo de la oficina, y oí su voz de viejo cansado decir «Si yo fuera usted, no ponía esa pistola tan cerca de los muchachos». Fue como en el cine cuando le faltaba un pedazo al rollo y la película saltaba de pronto y lo dejaba a uno sin entender el final de la historia, aquella humedad caliente que bajaba empapándome los pantalones.

Ilustración: Afiche para un boxeador retirado (1974), de Jorge Severino. Medios mixtos sobre tela, 92 x 77 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales.


Jorge Severino, pintor dominicano. Su obra, marcada por elementos de gran significación social dentro de la cultura, ofrece sin embargo un hondo sentido simbólico, apoyado en un realismo apacible e inquietante.

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domingo, 20 de julio de 2014

Cuando el Caribe se encrespa



No son pocas las personas –incluyendo varios amigos de probada inteligencia– a las que oigo desbarrar todo el tiempo contra Facebook. Es un solar, dicen, un espacio para la megalomanía, el chisme y la banalidad. Todo depende de quién y para qué lo usa, pienso yo. Como siempre, la virtud o la culpa son nuestros, no del medio.

Una mañana de sábado, el poeta e investigador Néstor Rodríguez me lanzó un reto en verso medido usando la plataforma de esa red social. Debido a ocupaciones personales ineludibles, pude responderle solo unas pocas veces –él dice que eso fue un pretexto para huirme, pero no le crean. Con el paso de los minutos, otros cinco escritores se sumaron a una confrontación que duró todo ese sábado y el domingo siguiente. Cuatro puertorriqueños, dos cubanos y un dominicano, siguiendo la encarnizada tradición de la controversia decimista en el Caribe, empeñaron sus cualidades en el manejo de la palabra punzante y bien medida.

¿Tiene ese material alguna importancia? En un mundo anestesiado de frivolidad y farandulerismo, es de agradecer cualquier divertimento inteligente, esa es mi opinión. Por otra parte, cuando repasé las treinta o cuarenta páginas de comentarios y décimas que durante dos días se arremetieron con sagacidad y pasión, recordé una entrevista que alguien hizo a la más Dulce de las Marías, la Loynaz. En esta, la poeta cubana contaba que ella, sus hermanos y sus mayores solían pasar largas veladas compitiendo para ver quién rimaba mejor las palabras. No creo que haga falta especular ahora acerca de cuánto pudo influir ese ejercicio infantil en la obra de quien merecería luego el Premio Cervantes de Literatura.

Pero bien puede ocurrir que en la próxima novela de Pedro Cabiya nos espere un personaje vampiro, travesti y decimero, atento para hincar el diente en las palabras de quienes pasan a su lado. O que un día nos encontremos con un contundente estudio de Lena Burgos-Lafuente sobre los isomorfismos concatenados en la décima popular caribeña y su influencia sobre el actual reguetón. O vaya usted a ver si Elis M. Ávila nos regala un título como “Décimas para ser escuchadas mientras usted maneja por el Turnpike highway durante las horas de congestión vehicular”. Nunca se sabe. Por ahora, reproduzco una mínima selección de aquel intercambio en el que Facebook permitió un mismo espacio –no por virtual menos cálido– a quienes escribían en Santo Domingo, San Juan, Toronto, Miami y Nueva York.

Néstor Rodríguez                         Fernández Pequeño

Sé por santiagueros ceños                Desde la fría Toronto
cubanos y de Quisqueya                   me reta con desparpajo
que no hay quien haga mella            un gallito calandrajo
a un tal Fernández Pequeño             y sin un pelo de tonto.
en versar y terciar sueño.                 Se pregona así de bronco,  
Pero yo que por exigencia                 se anuncia fiero y galante,
en cosas de controversia                   diz que versador de aguante,
meto a tiempo la cuchara                  experto en rima y balsié
vengo a enmendar la plana               ¡Ay del pobre Nestoré
a ese vate en sus carencias.               cuando me vuelva gigante!

Néstor Rodríguez                         Noel Luna

Mala decisión tomó                           Qué chiquillo, Nestoré,
este chispo de gigante                       mi pequeño saltamontes,
que no llega ni a guisante,                queriendo asustar con frontes
mucho menos a concón.                    a los que les digo “olé”.
Si en rimando soy bocó                     Los toreo. ¿Cómo fue?,
de la cuadra Sánchez Beras,             te peguntas apocado,
Pequeño deja la muela                      cuando pasas a mi lado
con tus versitos de pibe                    y sin yo mover un dedo
que en mi sangre pura vive              eres presa de tu enredo
una estirpe de a de veras.                 y acabas anonadado.

Elis M. Ávila                                    Néstor Rodríguez

Han mentado estos primates            Lo que faltaba, señores,
mi leopoldina prosapia,                      Elis Milena en el ruedo
qué cosa esa lengua zafia                   echando más leña al fuego
de tan menguados quilates.               con sus tímidos tambores.
Sea mi canto el detonante                  De mi pie no esperes flores,
de esta enmendada de plana             que correrás como Luna
con la autoridad arcana                      cuando entiendas la andadura
de una poeta de cuna,                         de esta décima resuelta
Reina me dio la fortuna                      que fácil se da la vuelta
de la espinela cubana.                         y ni a batazos recula.

Lena Burgos-Lafuente                 Noel Luna

Lo siento, no me convence                 El que la piedra tirara
este paso de comedia,                         escondió pronto la mano
que ni Miletos remedia                       retirándose temprano
tanto equívoco circense.                     de la fiesta a que invitara.
Hizo alarde el amanuense                  Y sale esta Lena rara
de sus dotes de sofista                        con montón de eruditeces
y estrellose en media pista                 pensando que grandes peces
después de hacer un amago               se cogen con redes finas
de espinel; Noel quedó gago,              y no sé qué muselinas
¿son estos los estilistas?                     ni abultadas pequeñeces.

Jinete Sin cabeza                         Pedro Cabiya

He aquí un depredador                    Cuánta broza y mojiganga
que baja de las alturas                      se cuela en este pastel
para meter en cintura                      de perdedores a granel,
a aquellos que se las echan.              palomos y papanatas.
Y es que ninguno menea                   Babean una bravata
la olla como mi mano                         que ni rima ni les luce.
y aunque de esto yo me ufano         Quieren hablar y balbucen.
me dan pena los demás                     Creyendo que soplan, se mean;
porque no hay otro igual                    pues solo Cabiya los cocotea
que me supere, mi hermano.            y les come gustoso los dulces.

Néstor Rodríguez                       Lena Burgos-Lafuente

Cabiya, con gran donaire,               Llegó la testosterona
al cargar esa escopeta                     a niveles inauditos,
dejó entrever las guaretas              se me cierra el apetito
y el chin del cabito al aire.               con tanta licencia nona.
Lanza versos al desgaire                 Pero Pedro, ¿qué aleccionas
creyendo eso artesanía.                   con tus sílabas choretas?
Celoso de mi nombradía                  Te pasaste de la meta,
de Romana hasta Río Piedras         repito: baja el telón (bis).
trepa Cabiya cual hiedra                 ¿Por qué no escribes de zombies
en la fama de mis días.                     o del Capitán Planeta?

Pedro Cabiya                                Noel Luna

Choreto me dice Lena.                    Ay Pedrito, qué bobera
Luna me dice cayuco.                      la que desluce tu rima
Tito se jala el truco                          tan flojita y chapucera
porque de todo cojea.                      que no nos da sino grima.
Me les robé la batea                        Semejas la bembetera
cual colosal Príamo.                         que no sabe lo que dice.
Dios los junta, pero críalos              Sin un gallo que te pise
el mismísimo diablo.                        te entretienes en sandeces
Piden tembol y ella, al rato             y charras ridiculeces
me agarra el endecasílabo.             como tantos aprendices.

Jinete Sin cabeza                        Noel Luna

Despiértense de ese sueño             El mulato Nestoré
que yo la rima aquilato                    se las daba de trovero
a todos los desbarato                       repentista: fue el primero
con el mínimo de empeño.              que sin pena destrocé.
Y como bufón risueño                      La Lena vino; después
se tira al medio Brunito                   el acéfalo Jinete.
yo le doy un tres pasitos                  A todo ese reguerete
y lo cuelgo como trapo.                    de gente mi verso humilla
De paso, lo uso de mapo                   y al mismísimo Cabiya
que está flojo el sorenito.                 sometí dándole fuete.

Néstor Rodríguez                        Fernández Pequeño

Noel tiene el ego inflado                  Señores, pido perdón
con eso del repentismo                    por tan tremendo guirigay
no vale ni el exorcismo                    floja refriega si las hay
que con él he practicado,                 de un mal poeta y bocón.
su ingenio sigue mezclado               Se dice tan jorocón,
de soseras rimbombantes.              se muestra para pelea
No hay bardo que aguante              y de inmediato flaquea
tamaña mínima rima,                      echando el alma a temblar.
mejor que se juya y diga                  Porque si eso fue versar
que lo viré como un guante.            que venga Dios y lo vea.

Los contendientes (en orden de aparición):

Néstor Rodríguez: Poeta e investigador dominicano. Por dieciséis años respiró el salitre de Puerto Rico.

José M. Fernández Pequeño: Narrador y ensayista cubano. Vivió quince años en la República Dominicana.

Noel Luna: Escritor puertorriqueño natural de Cidra, cuna de poetas.

Elis M. Ávila: Poeta cubana, hija de la también poeta Reina María Rodríguez. Reside en Miami.

Lena Burgos-Lafuente: Académica puertorriqueña residente en Nueva York.

Jinete sin Cabeza: Escritor puertorriqueño. Se niega a revelar su nombre propio.

Pedro Cabiya: Poeta y narrador puertorriqueño. Desde hace mucho reside en la República Dominicana.

Y quien desee leer la controversia completa comentarios incluidos–, pues que la busque en el muro de Nestoré Rodz... Sí, claro, en Facebook, donde solo se aburre quien quiere.

Ilustración: Yo sé lo que tú estás pensando (2002), de Rafael de Lemos. Medios mixtos sobre papel, 150.5 x 197 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Santiago de los Caballeros.


Rafael de Lemos (1951) es un pintor y dibujante dominicano de extensa y reconocida trayectoria. Su obra está marcada por una alta maestría técnica y una búsqueda creativa que no pocas veces roza lo surreal, pero que en todos los casos deja una profunda reflexión sobre el ser humano, su vida y su destino.